sábado, 31 de julio de 2010

EL TRANSFUGUISMO POLÍTICO

En los últimos años miles de militantes de diferentes partidos políticos cambiaron de camiseta política, cual fuga masiva en busca del botín perdido, un fenómeno nunca antes visto en el país, renunciaron en masa a sus agrupaciones originarias que los llevaron al poder y, aunque la mayoría carece aún de un proyecto político concreto que los cobije, se niegan a ser reconocidos como tránsfugas.

Según el diccionario de la Real Academia Española, sí son tránsfugas porque más que renunciar a una ideología —que no sabemos si en realidad poseen— han pasado de la noche a la mañana a pertenecer a una colectividad partidaria diferente a la original. Desde la ciencia política, sin embargo, han cambiado de tienda aunque todavía no sabemos para qué: ¿para beneficiar a un contrincante de su partido original o para asegurarse, a como dé lugar, una reelección?

Sin duda, cualquier político goza del derecho constitucional de mantener reserva sobre sus convicciones y, por lo tanto, a cambiar de opinión y de postura política, sobre todo si ello significa atender mejor las demandas de sus votantes. No obstante, lo cuestionable de este inusual éxodo es si favorece la democracia, la gobernabilidad y la institución partidaria o, por el contrario, las debilita frente al país y la ciudadanía.

Y es que esta suerte de “acomodo”, ad portas de tres procesos electorales (municipal, regional y nacional), no solo revela a políticos capaces de traicionar y abandonar sus agrupaciones —“tradicionales”, como decían Fujimori y Montesinos—, sino también a alcaldes, regidores y otras autoridades públicas ansiosos por mantenerse en el poder, incluso al amparo de una nueva cabeza con credenciales democráticas de dudosa procedencia.

Tal vez un profesional del psicoanálisis podría explicarnos con lucidez las razones que llevan a estos políticos, aparentemente obnubilados por el poder, a abandonar la casa paterna tirando la puerta.

Más allá de ello, lo que el ciudadano no entiende es por qué militantes antiguos de partidos con trayectoria, ideario y una función política reconocida en tiempo no contribuyen a la modernización de esas agrupaciones y del propio sistema partidario. Después de todo, como reconocen los más destacados científicos sociales, los partidos políticos son la base de la democracia, el centro de los procesos políticos y voceros principales de una sociedad a la que deben legitimar y ayudar a crecer como colectividad participativa y plural. Por eso, las democracias más consolidadas no tienen elecciones donde participan 30 o 40 listas como en el Perú, sino entre dos y cinco partidos fuertes, con cuadros y credenciales.

No se puede desconocer que desde hace décadas la representación política está en crisis, en gran parte por culpa de partidos que han privilegiado más los intereses de los miembros de la organización que las demandas del electorado. Sin embargo, aquellos militantes que recurren al fácil expediente de abandonar el barco, no se distancian mucho de ese modus operandi.

En principio, los alcaldes y otras autoridades que han hecho una buena gestión, que son eficientes y honrados, en beneficio del interés de sus conciudadanos no tendrían por qué renunciar a sus tiendas políticas originales. ¿Acaso hay afán crematístico más que vocación de servicio? ¿O es que creen que los gobiernos, en cualquiera de sus niveles, son un negocio en el que deben buscarse nuevos accionistas cada cierto tiempo? ¿Se van detrás de un nuevo sustento político o ideológico; de una perspectiva diferente sobre lo que debe ser el país, la región o la comuna?

Estas preguntas no han sido contestadas aún por los nuevos tránsfugas de la política que hoy aparecen como los discípulos del autócrata que entre 1990 y el 2000 gobernó nuestro país y que al cabo de una década desarrolló tres o cuatro partidos; también cambió de partido, como quien muda camiseta.

En efecto, los 90 fue la década de mayor expresión del transfuguismo que produjo réditos políticos y electorales al fujimorismo, los grandes perdedores fueron los partidos tradicionales que no lograron engancharse a los nuevos tiempos, menos sintonizar los vientos de cambio.

La falta de una Ley de partidos políticos que controle y sancione el transfuguismo, da luz verde a los políticos cambiar de chaqueta para no perder vigencia y de ascender política, social y económicamente, constituyéndose así en una cultura política que no favorece la democracia y la gobernabilidad. (tbye)

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